martes, 24 de marzo de 2009

Ithaca una utopía a 4 horas de New York ( USA)



Hay un lugar en Estados Unidos donde cerró un McDonalds por falta de negocio. Un lugar que ha puesto en marcha su propia moneda local (las horas), con una bucólica ecoaldea camuflada en un vergel de bosques y lagos, con un fastuoso mercado de granjeros que todos los fines de semana atrae a cientos de turistas, con 30.000 vecinos volcados en cuerpo y alma en todo tipo de asociaciones y cooperativas.



Ese lugar se llama Ithaca, queda a cuatro horas de Nueva York y es la punta de lanza del cambio de mentalidad que se está gestando en el corazón del imperio. Piensa globalmente, actúa localmente...



Ithaca no es el paraíso, y a simple vista no se distingue en exceso de la típica ciudad de provincias del noreste. Tiene, sí, el sello de la reputadísima Universidad de Cornell, pero hasta en eso se parece a tantas otras. Lo que diferencia a Ithaca es una energía especial, un imán que sólo tienen ciertos lugares elegidos.



Sólo así se explica que aquí se crearan hasta 50 comunas en plena eclosión del movimiento hippie. Los jóvenes idealistas se cortaron la melena, se hicieron prácticos. Muchos de ellos decidieron echar raíces en la ciudad y esparcir las semillas del cambio en el mundo real.

En 1989 llegó un alcalde socialista, Ben Nichols, y ahí empezó la leyenda de la ciudad más innovadora y creativa de Norteamérica. La declaración de independencia de Ithaca empieza a percibirse desde que uno camina por The Commons, el paseo peatonal. Ni sombra de McDonalds, Burger King, Starbucks y demás bastiones del colonialismo cultural americano. Aquí son todo comercios autóctonos que exhiben orgullosos el cartel con la moneda local: «Se aceptan horas».

La primera vez que cayó en nuestras manos un billete de cinco horas de Ithaca, pensamos que trataban de jugar con nosotros al monopoli. El juego se acabó cuando intentamos comprar algo con él y la dependienta nos preguntó: «¿El cambio lo quiere en dólares o en horas?». Cuesta creerlo, pero sucede todos los días a 300 escasos kilómetros de Wall Street.

La gente de Ithaca tiene sus propios billetes, mucho más coloristas y divertidos que el dólar (ilustrados con niños, flores, granjas y animales de la zona). El dinero local lo aceptan en la mayoría de las tiendas, y es la forma habitual de pago para las chapuzas caseras, las clases particulares o las terapias alternativas. La Cámara de Comercio respalda los billetes locales, aunque el verdadero aval es el trabajo y el patrimonio de los ciudadanos y su voluntad de aceptarlos como moneda alternativa.

Es como el trueque de toda la vida, aunque de un modo más formal y con todas las de la ley. Las horas mueven, al cambio, unos 400 millones de pesetas al año que nunca saldrán de la ciudad. «Los dólares son un instrumento alienante, al servicio de fuerzas destructivas», nos explica Paul Glover, héroe local y mentor de las horas. «Con nuestro dinero estamos creando una riqueza que no nos van a arrebatar y unos lazos que refuerzan día a día nuestra comunidad».

Una hora vale lo que 10 dólares, el «salario mínimo» que han decidido regalarse los ciudadanos de Ithaca (casi el doble que el nacional).

«Nuestro dinero no genera avaricia, sino solidaridad», presume Glover, cuya última gesta ha sido la creación de una cooperativa de salud que da cobertura a todos los que no pueden pagarse el seguro médico en la ciudad.

La creatividad de Ithaca es contagiosa, y las horas han encontrado ya réplica en 38 estados tan distantes como Hawai (Ka/u Hours), Massachusetts (Valley Dollars) y Carolina del Norte (Mountain Money). La ciudad ha marcado también la pauta nacional con dos programas innovadores de reciclaje de bicicletas y ordenadores.

Pero si algo la hace verdaderamente irresistible a los ojos de cualquier amante de la naturaleza es la Ecoaldea. La Ecoaldea queda en las lomas del sinuoso lago Cayuga, en un bosque que un puñado de vecinos arrebató a los especuladores inmobiliarios. Siguiendo el modelo de las cooperativas danesas, y procurando el menor impacto en el entorno natural, nació un proyecto de veinte casas arracimadas en torno a un paseo peatonal, alimentadas con energía solar, abastecidas por su propia granja biológica.

Los coches se dejan en el granero de la entrada. Los niños corretean a sus anchas, se bañan en el estanque, aprenden a reconocer los cantos de infinidad de pájaros. Son 90 vecinos en total, unidos por la voluntad de vivir de otra manera, más humana y solidaria. «El individualismo a ultranza y la cultura del coche han dinamitado la sociedad americana», se lamenta Liz Walker, la alcaldesa de la Ecoaldea. «Nuestras ciudades son desiertos, y por todo los sitios crecen cinturones de asfalto y mastodontes comerciales. La gente se marcha a vivir con toda su ilusión al chalé en las afueras y el sueño se convierte en una pesadilla: atascos a todas horas, aislamiento e incomunicación, la sensación de no pertenecer a ningún sitio...».

CARLOS FRESNEDA

http://www.elmundoviajes.com

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